A las pocas horas de la negativa de Florencio Randazzo a ser precandidato a Gobernador de Buenos Aires por el Frente para
- El costo de
la Historia.
La madre
del Kun Agüero publicó, cuando su hijo y sus compañeritos perdieron la Copa
América, una carta abierta en la cual pedía lucidez y moderación a la hora de
juzgar procederes ajenos. Cualquier niño sensible sabrá de lo que estamos
hablando: tiene absoluta razón en sus pareceres, pero los grandes
acontecimientos que un hombre elige para entrar en la Historia (que un hombre
mayor, consciente de los pros y contras, repetimos, elige) consisten en una suerte de atajo de dimensiones. Tiene un
costo altísimo perder en la última instancia una Copa del Mundo precisa y justamente porque ganarla
provee los beneficios más absolutos y definitivos. Pensemos el caso de
Maradona, a quien las revistas juzgaban antes de México 86 y a quien luego se
le perdonó todo. Maradona en un primer googleo panorámico se nos presenta con
una veintena de actos condenables (no hablo de drogas) y hoy por hoy goza del
amor del pueblo. Ejemplos: fue designado director técnico de la Selección Argentina
sin el menor pergamino para el puesto, fue suspendido del Mundial EEUU 1994 por
una irresponsabilidad que no se le perdonaría a un amateur en un sub17. Si
Burruchaga no la metía en la final del 86 y erraba un penal luego, ¿nos
bastarían sus hazañas en el Nápoli para festejarle entrevistar a Robbie
Williams y a Tyson o secundar al Príncipe Alí en la votación de la FIFA ? La distancia entre
Burruchaga e Higuaín es el condimento de suerte, el elemento externo que necesita
un alma para sentir la ilusión de pegarla o no antes de sufrir el sinsentido de
todo esto.
- El papel del alter ego para la
dispersión del destino y la tragedia de verse con tinta eterna
Los
espectáculos públicos en los cuales se jugaban destinos por juego o por
voluntad popular (el circo romano, los ritos indígenas, las competencias en la
edad media, las peleas físicas de humanos y su evolución en las competencias de
artes marciales y boxeo) se originan en la concepción, luego traducida a otros
ambientes, de que hay seres humanos desechables y que sirven para
entretenernos. Como animales de criadero, su destino pierde importancia ante
nuestra sed de establecer categorías viéndolos competir. Es evidente cierta
evolución cuando pasamos de hacer señas de cielo o tierra para matar o perdonar
la vida a un esclavo a dejar un comentario insultante en twitter a quien la
lógica de mercado actual le permite acumular las riquezas y comodidades de
veinte generaciones. Pero esta evolución esconde una trampa y es que se han
dado vuelta los escalafones. Ahora los reyes se despliegan en el centro del
campo y los esclavos, que viven entre jornadas laborales trágicas de ocho horas
y frustraciones moderadamente escalonadas, están entre el público. En esa
suspensión de la vida, en ese juego de rol en el cual se mezclan los destinos,
yace la acumulación de sentido con la que debe lidiar Messi y la que asusta a
la madre del Kun Agüero. Porque nuestra pulsión de muerte desea concebir un
destino prefijado (en Messi como ejemplo) para ilusionarse con el renglón póstumo
que significa Dios; pero también le sirve a la pulsión de vida la escena de
resignificarse en la gloria efímera, como todas, del rito popular.
- Los destinos
Vi la final
de la Copa del
Mundo Brasil 2014 en un bunker de la desesperación, el bar El Alamo en Palermo.
Cerrado herméticamente, el centenar de almas unidas por la ilusión nos
emocionábamos ante cada pase bien recepcionado, temblábamos aullando con cada
robo del balón, gritábamos eufóricos ante cada mínimo remate y golpeábamos las
mesas ferozmente al alarido del “uuuuuuhhh” cuando nuestras posibilidades se
topaban con el destino de plata cruel e infinito. En una de mis innumerables
visitas a la barra para pedir esas jarras de cinco litros de cerveza (el mito:
adulterada) que son la marca del local, asistí al pase magistral de Messi, a la
posterior habilitación de Lavezzi y al gol (que percibí, pese a mis módicos
conocimientos futbolísticos, en offside) en offside de Higuaín. Una ola humana
de proporciones épicas me arrastró hacia el pogo de felicidad más grande de mi
vida mientras yo, que había notado al igual que el cerebro de Higuaín el
adelantamiento (sino no hubiera sido, en su masoquismo, gol), anhelé como nunca
antes un plano general para ver al juez corriendo hacia la mitad de la cancha
convalidando ese gol ilícito. El plano se quedó corto con Higuaín, dándose
ínfulas y recién me entregué al festejo y al grito cuando vi que el marcador
decía Alemania 0 – Argentina 1. Ese cero convertido a uno me confirmaba que
habían dado el gol por legal, que alguien en el estadio veía el panorama
general y que se terminaba por fin la maldición de Alemania, la maldición de la
camiseta azul y acontecía el coronamiento por fin absoluto de la bondad, la
virtud y el merecimiento en Messi, ese niño al que echamos cual espartanos por
sus debilidades y a quien le depositamos la capa del zeus dionisíaco para que
nos haga olvidarnos de nosotros mismos. Porque el destino de Messi, como tantas
otras veces, me importaba más que mi destino. Porque en su caída, en la muerte
del héroe a manos de los mortales, se nos evidenció el monopolio terrenal de
nuestras acciones, la inexistencia del componente Dios en la ecuación del caos
que vivimos. Dios, que es el renglón que inventamos para arreglar el final, no
puede arreglar nada. Y fuimos testigos de eso. Y podríamos haber confiado en el
tren de los motivos y el todo sucede por
una causa (las coincidencias entre el mundial de 1986 y el del 2010, las
coincidencias entre Messi y Maradona, el destino de héroe que nos impartió la
épica desde siempre) pero ahí está la vida, sinuosa, caótica, para devolvernos
el plato vacío de sentido y a Dios completamente muerto.