martes, 8 de septiembre de 2015

Messi y Dios


 A las pocas horas de la negativa de Florencio Randazzo a ser precandidato a Gobernador de Buenos Aires por el Frente para la Victoria, comenzó el desfile habitual de intervenciones graciosas de (y no en) twitter argentina. Una imagen presentaba a Randazzo (ese que pudo haber sido gobernador pero fue víctima de la fatalidad de la inercia de una lógica) en una conferencia de la Comic-Con junto al elenco de Game of Thrones y una leyenda simil  “Randazzo explica el fin abrupto de su personaje y las tramas que quedaron inconclusas”. Lo cierto es que la serie Game of Thrones utiliza un sistema de verosimilitud exageradamente real y que se da de espaldas con el sistema de mitos que nos desparramó la literatura (y que quizás promete la serie en la suposición de destinos al final de la primera temporada). George R.R. Martin, autor de la saga de libros en la cual se basa el envío, escribió una carta en la cual argumentaba que si un personaje, por cuestiones de ego, estupidez, o vaya a saber qué, se pone en peligro, puede morir. Y va a morir.


Game of Thrones asesina al protagonista central de la saga tres veces, temporada por medio. Presenta un mundo sanguinario, cruel, básico; una edad media revisitada y decorada (Lannister por Lancaster, etcs) y un conflicto de fondo (zombies vs dragones) que se supone fantasmal por falta de carisma. Los humanos pelean por un poder aparente que termina siendo una ilusión que los mata a todos; el sentido de la serie es la búsqueda del héroe  (un whodunit del héroe más que el de un asesino o culpable) que soporte el peso de la atención que se merece la empatía sobre los procesos políticos que transcurren en Westeros. Los Stark, quienes representan el mito humano, caen como naipes después de prometernos el linaje con el centro de la historia. Como Randazzo, como Messi, presentan amagues de Historia en mayúscula y el destino (Gotze, el Topo Higuiaín, The Watch, CFK) los corre para abstraerlos de buenos modales. (Breve paréntesis para Jon Snow, cuya muerte parece ser –debería ser– esta vez una falsa herramienta de sentido, y debiera volver a la vida Melisandre mediante para inundar ese mundo de camorra.)



  1. El costo de la Historia.


La madre del Kun Agüero publicó, cuando su hijo y sus compañeritos perdieron la Copa América, una carta abierta en la cual pedía lucidez y moderación a la hora de juzgar procederes ajenos. Cualquier niño sensible sabrá de lo que estamos hablando: tiene absoluta razón en sus pareceres, pero los grandes acontecimientos que un hombre elige para entrar en la Historia (que un hombre mayor, consciente de los pros y contras, repetimos, elige) consisten en una suerte de atajo de dimensiones. Tiene un costo altísimo perder en la última instancia una Copa del Mundo precisa y justamente porque ganarla provee los beneficios más absolutos y definitivos. Pensemos el caso de Maradona, a quien las revistas juzgaban antes de México 86 y a quien luego se le perdonó todo. Maradona en un primer googleo panorámico se nos presenta con una veintena de actos condenables (no hablo de drogas) y hoy por hoy goza del amor del pueblo. Ejemplos: fue designado director técnico de la Selección Argentina sin el menor pergamino para el puesto, fue suspendido del Mundial EEUU 1994 por una irresponsabilidad que no se le perdonaría a un amateur en un sub17. Si Burruchaga no la metía en la final del 86 y erraba un penal luego, ¿nos bastarían sus hazañas en el Nápoli para festejarle entrevistar a Robbie Williams y a Tyson o secundar al Príncipe Alí en la votación de la FIFA? La distancia entre Burruchaga e Higuaín es el condimento de suerte, el elemento externo que necesita un alma para sentir la ilusión de pegarla o no antes de sufrir el sinsentido de todo esto.

  1. El papel del alter ego para la dispersión del destino y la tragedia de verse con tinta eterna


Los espectáculos públicos en los cuales se jugaban destinos por juego o por voluntad popular (el circo romano, los ritos indígenas, las competencias en la edad media, las peleas físicas de humanos y su evolución en las competencias de artes marciales y boxeo) se originan en la concepción, luego traducida a otros ambientes, de que hay seres humanos desechables y que sirven para entretenernos. Como animales de criadero, su destino pierde importancia ante nuestra sed de establecer categorías viéndolos competir. Es evidente cierta evolución cuando pasamos de hacer señas de cielo o tierra para matar o perdonar la vida a un esclavo a dejar un comentario insultante en twitter a quien la lógica de mercado actual le permite acumular las riquezas y comodidades de veinte generaciones. Pero esta evolución esconde una trampa y es que se han dado vuelta los escalafones. Ahora los reyes se despliegan en el centro del campo y los esclavos, que viven entre jornadas laborales trágicas de ocho horas y frustraciones moderadamente escalonadas, están entre el público. En esa suspensión de la vida, en ese juego de rol en el cual se mezclan los destinos, yace la acumulación de sentido con la que debe lidiar Messi y la que asusta a la madre del Kun Agüero. Porque nuestra pulsión de muerte desea concebir un destino prefijado (en Messi como ejemplo) para ilusionarse con el renglón póstumo que significa Dios; pero también le sirve a la pulsión de vida la escena de resignificarse en la gloria efímera, como todas, del rito popular.

  1. Los destinos

Vi la final de la Copa del Mundo Brasil 2014 en un bunker de la desesperación, el bar El Alamo en Palermo. Cerrado herméticamente, el centenar de almas unidas por la ilusión nos emocionábamos ante cada pase bien recepcionado, temblábamos aullando con cada robo del balón, gritábamos eufóricos ante cada mínimo remate y golpeábamos las mesas ferozmente al alarido del “uuuuuuhhh” cuando nuestras posibilidades se topaban con el destino de plata cruel e infinito. En una de mis innumerables visitas a la barra para pedir esas jarras de cinco litros de cerveza (el mito: adulterada) que son la marca del local, asistí al pase magistral de Messi, a la posterior habilitación de Lavezzi y al gol (que percibí, pese a mis módicos conocimientos futbolísticos, en offside) en offside de Higuaín. Una ola humana de proporciones épicas me arrastró hacia el pogo de felicidad más grande de mi vida mientras yo, que había notado al igual que el cerebro de Higuaín el adelantamiento (sino no hubiera sido, en su masoquismo, gol), anhelé como nunca antes un plano general para ver al juez corriendo hacia la mitad de la cancha convalidando ese gol ilícito. El plano se quedó corto con Higuaín, dándose ínfulas y recién me entregué al festejo y al grito cuando vi que el marcador decía Alemania 0 – Argentina 1. Ese cero convertido a uno me confirmaba que habían dado el gol por legal, que alguien en el estadio veía el panorama general y que se terminaba por fin la maldición de Alemania, la maldición de la camiseta azul y acontecía el coronamiento por fin absoluto de la bondad, la virtud y el merecimiento en Messi, ese niño al que echamos cual espartanos por sus debilidades y a quien le depositamos la capa del zeus dionisíaco para que nos haga olvidarnos de nosotros mismos. Porque el destino de Messi, como tantas otras veces, me importaba más que mi destino. Porque en su caída, en la muerte del héroe a manos de los mortales, se nos evidenció el monopolio terrenal de nuestras acciones, la inexistencia del componente Dios en la ecuación del caos que vivimos. Dios, que es el renglón que inventamos para arreglar el final, no puede arreglar nada. Y fuimos testigos de eso. Y podríamos haber confiado en el tren de los motivos y el todo sucede por una causa (las coincidencias entre el mundial de 1986 y el del 2010, las coincidencias entre Messi y Maradona, el destino de héroe que nos impartió la épica desde siempre) pero ahí está la vida, sinuosa, caótica, para devolvernos el plato vacío de sentido y a Dios completamente muerto.

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