martes, 22 de diciembre de 2009

Nuestra imposible niñez


1.

Nacemos y morimos en la cuestión común y psi de cuestionarnos si estamos constantemente volviendo a la infancia (Patria verdadera) o si es ella la que nos busca, como la Muerte al jardinero de Ispahan (El gesto de la muerte, Jean Cocteau). Se nos ocurre que la nostalgia de consumos iniciáticos en tiempos de constante cambio es también menester y que siempre hay un ancla para intentar detener ese barco insoluble que nos destruye y que somos, un ancla de recuerdos que nos avise y avise y avise: que a los cambios físicos y sanguíneos, seminales e ideológicos le corresponden un camino paralelo y que ese camino es un espejo y que ese espejo es el regreso de algún gesto inexplicable. Que somos, bah, esa cosa que hemos asesinado. Que fuimos, bah, este asesino que somos.

2

En principio, mis cartas: odio la niñez –es decir, me aburre.
Odio la niñez –me explico– como asunto literario, como obsesión adulta, como cofre que se abre a cada rato en busca de ese tesoro (el tiempo, la salud plena, la inocencia, los seres amados vivos y plenos y ocupados en nosotros) que no existe ahora que somos estos putos idénticos sin identidad. Odio esa vuelta resignificadora de la niñez como laboratorio de traumas y como irresponsabilidad capitalista, echarle la culpa de lo que somos a la fatalidad de nuestros padres y enorgullecernos de la formación del libre albedrío (esto en el mejor de los casos: el resto supone de por sí un ambiente cursi). Odio la forma encegueciente del niño traducido porque ese niño es lo que se perdió en la traducción. Odio la culpa que acompaña al artista en su reconstrucción porque es la culpa del asesino que quiere en su morbo dar nacimiento a su víctima desnaturalizandola y queriendo obtener un mérito de eso. Darnos vida con la vida de la muerte y pet cemetery para todos.

3



Todo esto para comparar algunos consumos. En primer lugar una erudita y hermosa John Kennedy Tool, Pola Oloixarac. Así como se imita mejor a un imitador que a una persona, si Pola es más papista que Pappo es porque hace extrañamiento del núcleo desde la periferia: su Francia no es la de Proust sino que es Proust pero también Pauls; su Europa es la necesidad académica de poner teorías y etnografía/centrismo donde no hace falta (esos guiños intelectuales que siempre funcionan, puta madre). El libro se llama Las teorías salvajes y tiene vergüenza de ser una novela, su arquitectura es más de maxikiosko que de árbol, sus argumentos se contentan con ser forma y Pola tiene toda la infraestructura cerebral para ser una estrella temprana: es –y ahí viene la obligada unión con Fogwill– escritora autoconsciente y conoce la profundidad política de la (su) belleza, con sus hachazos e independencias, sabe que conceder es postergar desde la altura y que ser puntual nos supone esa seriedad que sólo es extravagancia política.

El libro es una foto en donde todos se buscan para ver cómo salieron. También un trabajo sobre esa niñez que se llama adolescencia y sobre la destrucción humana de varias experiencias iniciáticas (que en su morbo nunca dejan de ser cool). Es inconsistente porque de haberlo sido su éxito no se hubiera producido (la pirotecnia es el motor de los medios y de los blogs, que a su vez es el motor virtuoso y vicioso de otro círculo). Es una comedia que está todo el tiempo chupándole las medias a la academia, citando citando citando, llenando el mundo de itálicas, quedandose en una sola y hermosa escena en el cual la risa está en los eufemismos que rodean a la definición “negro villero”. Ahí sí, cuando se anima sí; antes y después hace agua.

Mártyr says (08:18 p.m.):
La novela de Pola no tiene un argumento muy sólido, pretensiones innecesarias en lo que se refiere a especifidades técnicas
un 4
Conjuntivitis Soundsystem says (08:18 p.m.):
coincido
Conjuntivitis Soundsystem says (08:19 p.m.):
pero yo le subí puntaje por la parte hermosa en que dos negros cabezas le roban a un progre y la mina pone cuatro mil eufemismos para no decir negros cabezas
eso me gustó mucho, me reía solo
Mártyr says (08:20 p.m.):
si, las cartas de la tía me hacen acordar al costado imbécil de Pubis Angelical, la mina internada que dice una burrada tras otra


4



La segunda visita infantil es Cómo me hice monja de Cesar Aira, libro que tiene escenas notables y que proviene de un escritor sobrio pero con ganas de joder. El argumento, por si hay que aclararlo, es una boludez notable. Borges atribuía al Ulysses el inevitable éxito de constituir el objeto perfecto del periodismo cultural (obligación capitalista del escritor), Aira no escribe para los pibes de la Isla desierta ni para los borrachos de la playa ni para los comunistas de salón: lo hace con el lector académico ideal que nutre las letras de letras. El éxito aireano son los otros, los hijos de Borges. Aira queda sólo con un libro inconcebible, obsesivo, libre de llanuras, con un protagonista femenino Cesar Aira: homosexual, drama queen, loca perdida; su padre violento y cerrado; su vecino de reloj; su enfermera y su asesina. Cómo no amar a este forro que te toca el culo y que queda bien con la academia haciendo cualquiera. Cesar Aira da ganas de volvernos putos. Es un Perlongher.

Supongamos un ejercicio de resignificación en el cual cada componente de la novela (y sus puntos suspensivos, el final de primer grado, el título…) sea el punto de variopintos significantes y de ellos nos surja una visión de belleza y de Verdad. Hasta en ese caso el ahogo argumental se subdivide en lectores. Y la virtud se separa y somos todos putos y en algún punto surge la tesis de Wolfgang Amadeus de las notas que el cerebro puede percibir. Y ay qué fácil ponernos en jaque.

5




De los consumos de infancia.

En la creación de nosotros mismos intercede la imagen más repetida y adherida y consonante que nos pegaron en la interfaz a fuerza de pasarla y pasarla y pasarla. Para nuestros amos económicos fue –según el Manson bueno– el disparo a Kennedy, ese microfilm de guerra propia que los yanquis vieron y vieron y vieron y que forma parte de la historia de la guerra. Pero nosotros nacimos y la generación nueva guerra ha visto hasta la médula el otro ataque, el de los avioncitos lindos y certeros que se estrellan de cabeza en la arquitectura de la justificación (tengo dolores en todo el cuerpo). Ahí tienen un parte del laboratorio de ellos, esas imágenes que les repitieron hasta la neurosis y que saben de memoria y desde varios ángulos y que un sociólogo psi te puede explicar hasta la sinecdoque. El nuestro repite dos series de imágenes que no duran juntas más de trece segundos y que transcurren en México la soleada tarde del 22 de junio de 1986. La dicha humana está de fiesta y un negro villero le gana la guerra al burgués promedio argentino que no se mueve ni un centímetro (y que no se lo perdonará nunca, mortal y egocéntrico como es). Y ahí se bifurca la lógica de buscarnos en la niñez de los medios el comienzo de una lógica nueva que nos defina (¡ay ese vicio!) porque no hay un destino de víctimas aunadas sino una sed de sentirnos victimarios de justicia poética (el remolino que atraviesa siete ingleses para empujar como un caballero la pelotita mientras le meten una falta de violencia inútil) y una vuelta de tuerca de trampa y tocada de culo (esa manito de Dios de tuquito dominguero y vileza criolla para todos) y ahí se dividen las lógicas y la excelencia y la trampa son la misma dimensión o qué mierda te creíste que somos.

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