lunes, 19 de mayo de 2008

Nunca, Tarkovski, la felicidad relacional y el infierno de los deseos cumplidos

“Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”
Santa Teresa


Entro a la casa y ahí, en el prohibido lado de adentro, está Nunca, despertándose en el sillón de tres plazas. (Mi colchón no es de una plaza, dijo el chico: mi colchón es una plaza.) Y yo trueno de mil maneras y le digo “te odio, te odio”. Pongo la mochila en el sillón y la dejo a ella mirándome y tratando de entender algo. Ingreso en la habitación, llena la alfombra de plumas de almohada, violadas y corrompidas ambas por el insaciable animal.

–Odio tu casa, odio tus autos –le grito al canino mientras lo echo.
A los dos segundos, ya retornada, me sigue mirando desde el sillón. Necesita del otro.

Esta situación tiene paralelos en todas las disciplinas. En la gramática, en la física, en la política, en las relaciones humanas. Lo cierto es que el aspecto relacional, y más aún su felicidad (esa de la cual nos habla Sean Penn en la maravillosamente beatnik Into the Wild) parece ser al fin y al cabo el destino paradójico del egocéntrico ser. Hay dos constancias: una, el ser es un arrojo de deseos y le importa tres carajos el otro y, dos, la felicidad, en un alto grado, parece ser relacional, dependiente de otro, pero por razones narcisistas. Ser feliz y exitoso sin constancia de ese éxito y felicidad por un tercero, parece ser un escenario triste; ser triste y vivir la angustia también, y de ahí la queja de Dostoyevski por los quejidos en Memorias del subsuelo, gritos de dolor que encuentran en la exteriorización y el contagio del desgarro interno un placer. El primer teléfono de Graham Bell necesita del segundo, Adán palíndromo se somete al cirujano y el chiste del tipo en la isla pidiéndole a la hermosa mujer que se disfrace de amigo. Y, claro, buscar vida en otros planetas pero no en el nuestro.

Nunca ingresa en la habitación derribando una banqueta que le traba la puerta, se acerca con ojos de víctima y me busca. La echo a patadas. Un minuto más tarde intenta ingresar por la otra puerta, trabada. Vuelve a por la primera modalidad y aquí está, sentada en la alfombra roja. Cuando me ve escribiendo en el teclado decide irse a romperle las bolas al tacho de basura, al sillón o a cualquier cosa que amenace con ejercer alguna acción que la saque de su aburrimiento.

Cualquier relación hace la experiencia más justificada pero también tiene dentro el gérmen de su destrucción. Cualquier relación, cualquier acto o circunstancia de unión con fines específicos, camina, junto con Todo, hacia su propio fin. Ya sea una sociedad anónima, una pareja de amantes, un cuerpo y el tiempo, las neuronas presinápticas y postsinápticas o un par de átomos, todo tiene un fin desde el punto humano de finitud y mucho más en el plano del deseo relacional.


Y la felicidad relacional y la felicidad individual. Will Smith queriéndose suicidar porque le mataron al perrito y se quedó solo en New York. Tom Hanks pintando la pelota de vóley. Zarathustra que abandona la sociedad rumbo a las cavernas y sin embargo dice: “Compañeros de viaje vivos es lo que yo necesito, que me sigan porque quieren seguirse a sí mismos e ir adonde yo quiero ir” (Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra, Andrómeda ed. Bs. As., pág. 27). Los miles de anacoretas del siglo IV que abandonaban bienes y familias para retirarse en soledad en los desiertos de la Tebaida, en Egipto, en busca de Dios; desprecian la relación mundana por la divina pero creían y vivían en relación. Con algo: con un Otro.

Es decir que uno vive reflejado en un mundo del que espera respuestas, provisto de oídos que reciben sustancia, cuerdas vocales que la reproducen, tacto para experimentarlo y herramientas visuales para conectar lo antedicho y entregárselo en bandeja al entendimiento. Estas funciones también comunicándose.

Echo a la perra nuevamente y escribo. Justo hoy vi el film Stalker (Andrei Tarkovski, 1979), una película intelectual acerca de tres personas que parten hacia un lugar de cierta y divina realización personal, con un potencial digno de otro grado de conciencia. En el viaje hacia La Zona –dicho lugar protegido por ejércitos, desaparecedor de personas–, los tres viajantes, el Stalker, el Escritor y el Profesor, se sumergen en sus propios miedos y se encierran en una red de relaciones que los lleva a echarse las culpas los unos a los otros por sus miedos, deseos y ambiciones de destrucción. El lugar en el cual se cumplen los deseos, finalmente, es el lugar de las consecuencias puras, el lugar del resultado frío, amoral, final. El que refleja tus intenciones y tu maquiavélica capacidad de acción. El infierno mismo. (Ten cuidado con lo que deseas porque puedes conseguirlo”dijo Wilde en El Retrato de Dorian Gray). Ese lugar no puede ser deseado por uno mismo pero, menos que menos, por un tercero. Y hay veces en que ese lugar, el lugar de la realización personal, es ni más ni menos que un tercero (uno de los caminos de la película es éste, el de perjudicar lo deseado por los medios, el de corromper algo buscando no corromperlo). Esto puede ser en términos temporales o espaciales, y puede durar un segundo o una casa o quince años. Es ahí, en el Otro como la realización del deseo, en donde toda felicidad es relacional. Porque esa felicidad es la búsqueda y el desarrollo del deseo. Ya sea ver una película, cogértelo, comprarle un pancho, que te hable o que llegue a tal hora. O simplemente que esté ahí, presionando las letras en el teclado mientras lo ves tirada en la alfombra, ahora que entraste por la puerta del pasillo destrabada y la alfombra está llena de plumas.

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