1
Llegamos al
aeropuerto Antonio Carlos Jobim, popularmente denominado Galeão, a las 01.30 hs de la noche de
sábado ya domingo. Somos tres personas, Guille, Aven y el servidor. Es una picante
noche calurosa en Río de Janeiro y es la primera del carnaval 2013.
En el
aeropuerto no hay casi nadie. Compramos una botella de litro de whisky Buchanan´s en el free shop y salimos. Hay un puesto de taxis, la única que nos queda.
¿Cuánto es?, consulto. Me refieren la suma de ochenta reales. Son $320 argentinos, si
cambiaste en una casa de cambio ilegal. O $260 si pagás con débito o crédito, o
si la AFIP te
autorizó a comprar reales (a mí no me autorizó ni uno sólo).Un choreo. El
presupuesto que me refirieron externos otrora viajeros es de cien reales
diarios. Pero bueno. Lo pago. Es la única que nos queda.
El chofer,
como el viaje ya está pago, va a mil por hora. Sale del aeropuerto y conduce
por la autopista Vermelho, a toda velocidad. Al costado, las favelas en los
morros sirven de arbolito de navidad del superdesarrollo. La humedad viaja hacia la superficie abrazando el puente que nos lleva al Manhattan latinoamericano. Los cables transitan la información de manera desordenada. No se ve a nadie en las calles. Mis amigos
le consultan al chofer por qué no hay nadie, el mismo no nos entiende o finge
eso y no contesta nada. Su posición dominante me evidencia que nos tiene a su
merced, con todas nuestras posesiones. La primera cara del carnaval es la de un
empleado ofuscado que al cabo de pocos minutos nos deposita en el hotel
Atlantico Business Centro, el único disponible cuando hicimos la reserva, poco
tiempo antes. El Hotel es digno y lindo, y ya a minutos estamos asaltando las
cervezas Skoll, el Buchanan´s nuestro y las diversas boludeces que el Atlántico
dejó para el confite nocturno, a saber castañas de cajú, guaraná y agua para
equilibrar las cervezas del día anterior en Argentina, hace pocas horas.
–¿Você sabe onde está la festa? –le consulto torpemente al empleado de abajo, ya
preocupados por la ausencia total de gente en el transcurso del taxi. Dos
cuadras para allá, me dice. Dicho y hecho. Caminamos por Rua do passeio hasta
la entrada a Lapa, un San Telmo brasileño multiplicado por doscientos, en donde
se nos aparece un festejo multitudinario. Millones de personas festejando,
alimentadas por decenas de miles que venden tres latãos de Antartica (500 ml) a
10 reales, o cada cerveza (355 ml) o Smirnoff (el fernet brasileño) a dos o
tres reales.
Hay
distintos escenarios, infinitos, en toda la ciudad. Arriba de ellos diversos cantantes que
parecen el mismo se paran en cintas para llevar adelante un samba multibeat en
la que un embotellamiento con bocinazos no desentona. La gente camina
disfrazada por toda la ciudad, cagándose de risa, con trompetas metafísicas,
pelucas rosas, latas y latãos, bailando, caminando por la inercia del Carnaval
que despojó a la gente del atributo capitalista con el que se disfrazó hasta ahora.
Porque en Río de Janeiro no importa tu ropa, la legalidad del ADN de tus Ray
Bans, tu cargo en la tecnocracia ni nada. Un argentino, tres en este caso,
pueden disfrazarse de la embriaguez para absorber la alegría húmeda del
ambiente, para caminar entre esta rara gente que te plantea la Otredad en la comida con
la que se criaron y en la alegría también metafísica que poseen. Caminás como
ellos, te reís, te sumás a las jodas callejeras, conversás con falsos delincuentes,
pero sabés que hay una cuenta regresiva en la cual terminarás siendo el tipo
sentado que observa a los demás en la pista, en el casamiento del alguien que
no sabés si nació.
La noche
termina no con un golpe sino con la caminata por la basura y la fiesta,
comprando cervezas y frituras para el segundo día.
2
Tres,
cuatro horas más tarde, despertamos. Aún en un piso doce, hay ecos de una
fiesta que sigue. Con Aven sacamos cervezas del minibar y salimos por el
mediodía para Copacabana. Guille refiere vómitos, dolor estomacal, resaca. A la
tercera o cuarta lat
ão, nos encaminamos por
la Avenida Luis de Vasconçelos
(como lo hago ahora, por
el satélite de google maps, en el cual incluso puedo caminar por las calles; google maps me ofrece el
agregado de las fotos de una ciudad abierta, sin feriados, sin multitudes en la
calle). La idea es ir a la playa de Copacabana a transitar la deshidratación
con el sonido del mar rompiéndose pacíficamente consigo mismo.
–¿Tomamos
un taxi? –me dice Aven.
–Hagamos
una cuadra más –le digo. Y cruzamos la calle Valentim, en donde se nos aparece
otra fiesta gigantesca de la nada. La rave del Mundial que todavía no es. Hay decenas de baños públicos, colas
gigantes y unas entre setenta y cien mil personas en la calle bailando,
jodiendo con disfraces, bebiendo cervezas. Todas las calles están cortadas en
la ciudad fantasma. Esto es el centro administrativo de la ciudad, presumo yo,
pero está sumido en una pacífica administración anarquista basada en el amor,
el respeto y el alcohol. Aven saca la cámara de fotos para turistear con
destellos artísticos, y la gente, los tipos disfrazados de minas (la mitad de
la población masculina, en esta ciudad), las chicas sexys disfrazadas de
todos, los grupos de pibes con disfraz común (un grupo de brasileños iban con
la camiseta argentina de fútbol y un cartel “campeones del mundo 2014”), posan ante él,
quieren que les saquen fotos, en realidad están ahí para que les saquen fotos,
para ponerse al servicio de la fiesta.
Le digo a Aven
que los brasileños supieron absorber el anhelo de protagonismo del público de
manera sana. Mientras acá el público se armó con bengalas, tres tiros y
brigadización futbolística de la música popular, que terminó con casi
doscientos muertos en Cromagnon, ellos, el público del Carnaval, están ahí, asumiendo el protagonismo de
una fiesta, disfrazándose, tomando la ciudad, sintiéndose además la inercia de
una tradición. (Nada que ver con la tragedia brasileña de Santa María, que no sucedió por la tensión público/banda.) Le pregunto a una chica
que se nos queda hablando quién toca en el escenario ése que está ahí.
–Carnaval
–me dice.
Si, si, le
digo, pero quién es el artista.
–Carnaval
–me dice–, ¿no saben lo que es el carnaval?
Salimos del
Parque do Flamengo y agarramos por una vacía y post-apocalíptica Avenida
Henrique, a razón de dos latas cada uno cada cinco cuadras. La ausencia de capitalismo formal hace que estemos caminando por una suerte de Avenida Libertador oculta. A las veinte
cuadras, con geografía de fiestas, descubrimos una playa a la izquierda. Una
paradisíaca playa con arenas blancas y un mar verdoso y con alguna basura. Hago
plancha ante la inmensidad de lo que ocurre; la sucesión de cervezas me
equipara con el espíritu brasileño. La vista es hermosa.
Luego
comemos algo en un local playero de por allí, no recuerdo qué pero seguro tenía arroz y papas fritas, el constante de la comida brasileña random. Hermosos y un
poco fatigados por el agua, recorremos en uno de los pocos taxis disponibles
(un millón de turistas) hacia el hotel.
3
Guille está
en la cama. Vomitó. Es la comida brasileña de mierda, me dice. Pero se levanta
al ver las fotos de la jornada. Cuando ve los videos de esa rave avant la
lettre que fue siempre el carnaval de las calles de Río. Cuando nos ve superlativos, constantes, brasileños. Se viste y salimos.
Cerca del
hotel, a una cuadra y media, hay otra fiesta (cada cinco cuadras hay una fiesta
multitudinaria en Río), un escenario en la estación Cinelandia de subte.
–Vamos a
Copacabana –dice Guille.
¿Te
parece?, le decimos, son dos, tres horas de sol las que nos quedan. Pero nos
tomamos el subte hasta Ipanema.
El subte es
otra manifestación nacional y popular de la alegría. Entramos y no hay lugar para nadie más. Frío polar
de aire acondicionado. Río está lleno de aires acondicionados. Pero lleno. La
gente golpea el vagón cantando, toman cervezas, se ríen. Con Aven y Guille estamos pegados a la puerta del
subte, el abismo con el afuera separado por la puerta. Se suceden las
estaciones. Gloria, Flamengo, Botafogo. El subte sigue lleno, la fiesta se
dirige a otra fiesta.
Cuando
llegamos a la Estación,
la puerta se abre. Aquí cambia todo el día. No sé si empujado, o por la
borrachera, o por estar tan cerca de la puerta, o por la insólita distancia
que, yo desconocía, existe entre el vagón y el andén, salgo, el pie resbala con
su ojota havaiana y se clava en un segundo, la pierna entera, en el pozo ardiente que
separa las vías de subte y el anden. Siento el golpe de inmediato, un dolor
absoluto. La disipación del efecto psicológico del alcohol. Levanto la pierna. De
la rodilla hasta la mitad de la pierna hay una quemadura gigante, y el músculo
se inflamó cambiando de lugar. El dolor es inmenso, y eso que estoy embriagado.
Me parece que se me cagó el carnaval, pienso.
Me arrastro
hasta una pared. Un empleado de allí me dice que llama a los médicos. La gente
se sucede, subte tras subte, como una medida de lo ilusorio que es el contexto cuando el cerebro te transmite la información del dolor. A los cinco minutos el empleado dice que es
carnaval y que no hay nadie. A los siete minutos me dice “¿podés caminar?”. No hay
nada que hacer. El estado anárquico del carnaval no acepta accidentes. Nadie desea leer la letra chiquita del contrato ni detenerse en las contraindicaciones del medicamento nacional. Salimos
por Ipanema, yo rengueando. Caminamos buscando un hospital, las calles están
abarrotadas. A la cuadra hay una plaza repleta de gente, otro escenario, otra
joda. Un camión frena con hielo, le saltan ochenta vendedores callejeros locos. (En Río hacen muchísimo hielo, todo vive del hielo, y el agua de la canilla es lo peor del mundo. Conjeturo una lógica de los hechos.) Guille les pide hielo. Me lo pongo. La conjunción quemadura y lesión muscular no genera un buen maridaje cerebral con el hielo en el estado post-borrachera.
Me siento en la calle. Guille y Aven preguntan por hospitales que no hay.
Finalmente aparece el dato de uno que está cerca. Caminamos cinco cuadras y entramos. No hay
nadie. Les explico torpemente qué me sucede, me dicen que me tratan por mil
reales. Cuatro mil pesos. Tres mil con tarjetas. Me dicen que hay otro hospital
público, me lo nombran. Los taxis no paran por la calle. Les pido si me pueden
pedir un taxi por teléfono, asi voy pronto. Hacen como que sí, pero no. Finalmente nos vamos.
Decidimos
volver al hotel en subte y preguntar allí qué hacer. Volvemos al subte. Cien
personas agolpadas afuera de la estación ocupan la calle, sin duda personas que regresan a su domicilio luego de un día de playa. Un recital sin banda, otro más. Otras cien personas en otra cola, separadas por una valla. Lo que se ve es la punta del iceberg, puesto que la cosa es mayor dentro de la estación. Me meto entre la gente, rengueando, y logro pasar. Cuando estoy por entrar, luego de infructuosos pasos, me
dicen que esa cola es para los que tienen la tarjeta del subte. Vuelvo como
puedo y decido que es una locura pasar por ese infierno de dos colas de pelea
para viajar parado. Además la idea de volver a ese subte no me es muy grata, por motivos más cercanos al lóbulo central que a la parte superior de mi miembro inferior izquierdo. Me
meto en un locutorio para buscar la asistencia al viajero de la tarjeta que
dejé olvidado en el hotel. Aven entra gritando “frené un taxi, frené un taxi”.
Entro al mismo, con gente que se quiere meter, las calles llenas de gente. Me meto, Aven dice “andá, yo después voy con
Guille, que no aparece”. Se va. Le digo al taxista que espere un minuto, que
viene un amigo. Pasa un minuto larguísimo, con gente que piensa que bajo y espera al lado del taxi. Diviso a los pibes, les grito. Corren y suben. Salimos para el Atlántico Business.
4
Vamos a la
habitación a relajar un poco. Después de todo, hay dolor, la pierna izquierda
es un 50% más grande que la derecha, pero puedo caminar. Probablemente sea algo
muscular. No obstante, la quemadura, sus bacterias y el dolor con la atenuación
del alcohol de la herida me preocupan. Decidimos ir a comer, son las 20 hs en
Río, 19 hs en Argentina. Comemos en el hotel, arroz, queso, pollo, fiambres, carne. Treinta y cinco reales por comida
libre. Bebemos una cerveza bohemia, la melhor do Brasil, cada uno. Les digo que
yo me voy a un hospital a sacarme de encima esto, para ver si las vacaciones siguen su camino o si hay que ocuparse de eventualidades de hueso.
En el Hotel
nos dan dos nombres de hospitales, el Español y el Souza Aguiar. Quedan cerca,
pero como está todo cortado y cercado por el Carnaval, no se puede ir en taxi. Nos refieren que el segundo es público. Voy al Souza Aguiar, les digo, ustedes quédense acá. No,
vamos con vos, no te preocupes, me dicen. Tenemos que ir en el Metro, el Subte. Nos dicen que es la hora justa. Ya hay menos gente. Vamos desde Cinelandia hasta Central, tranquilos. En el
subte van comparsas de la calle, cientos de personas que se mueven en grupo
disfrazadas, bebiendo cervezas. Salimos de la estación Central, la cercana al Hospital, y es una locura total, una enfermedad
absoluta, una fiesta desmesurada, una cosa que no sucede. Imaginen la 9 de
julio llena de gente, con el medio de la calle vallada, y un carnaval en el
medio, comparsas, gente. Y el hospital quedaba cruzando la calle. La estación,
esa noche, parecía Boulogne, Constitución, un recital del Indio Solari. Las
calles abarrotadas, cervezas, puestitos. Tenemos que cruzar pero no hay lugar.
Vamos a la derecha, hay que caminar como diez cuadras y el cruce es subiendo
las escaleras, nada lindo para la pierna inflamada, quemada y rengueante. Un caminante nos recomienda ir por la
izquierda, y acierta. A las pocas cuadras cruzamos y cuatro cuadras después, en el submundo oscuro de calles normales que parecen la resaca de una fiesta de disfraces gigante, entro al Hospital Souza Aguiar.
Tuve que
hacerme entender de modos insólitos con un doctor, mostrando la pierna, hablando del metro. Me mira y me dice, ok, y señala una
administración. Allí hay una señora plácida con la cual hago el juego de gestos y palabras. Al rato me toman los datos. Toman como apellido mi segundo nombre.
Vuelvo al doctor y le muestro la ficha. Se levanta y me lleva a otro. Le comento al mismo. Señalo la pierna. Me llevan con
tres traumatólogos. Uno se burla porque no entiendo y termina preguntando en inglés. Otro toma la posta y me
hace la orden para los rayos X y otras cosas. Me dice que primero me va a ver
un médico y luego me dan las órdenes. Me llevan a otra pieza, llena de gente
descartada del carnaval. Un tipo atado en bolas, gritando. Una mina con un
cuello ortopédico y un ojo morado y su esposo con cara de amable. Dos tipos con heridas y la ropa ensangrentada, absolutamente
ebrios, casi cayéndose. Me siento absolutamente solo, viviendo una resaca
horrible. Le muestro la orden a una enfermera. Me inyecta un líquido
transparente gigante. Le pregunto qué me inyecta. No me entiende. Veo la orden
y el médico me había recetado vacunas para la poliomielitis y demás. Debe ser
por la quemadura. Salgo de ahí y me mandan al tercer piso. Sólo hay una niña de
quince, dieciséis años, con una chica de dos o tres con una herida en un brazo. Me siento y miro mi celular. No hay
señal en Río. Nunca. Apago el celular y lo prendo. Cada tanto recibo un sms de Movistar roaming, que seguro me los cobraran a precio dolar, con ofertas. Juego al block`d, un juego que viene con el celular y en el cual ostento el record de 936.369 puntos. Viene
la señal en forma de mensaje de texto con promociones. Le mando un mensaje a mi novia diciéndole que la amo. La niña de tres
años vomita en el piso. Busco algo para limpiar. No hay nada. Veo a una señora con las órdenes para los rayos X. Hace tiempo mirándolas.
Al cabo de media hora me sacan cuatro radiografías de pierna y rodilla. Me las dan y
vuelvo al cuarto horrible, en el cual suena el samba indecente que es la cortina musical de Río. Tengo que esperar al traumatólogo que me hizo la
orden. La policía se lleva al negro desnudo que está atado. Llegan otras
víctimas del carnaval, los vampiros descartados de la fiesta cuando se hizo de día. Espero. A los veinte minutos viene el traumatólogo. Para mí es
Dios, Zeus, Todo. Me lleva a un lugar, ve las radiografías varias veces, con diferente luz. “¿Tudo bom?” le
pregunto. “Mais o menos”, me responde, con una sonrisa cínica. Me receta diclofenaco, cada ocho horas
por cuatro días. Hielo no más de veinte minutos las primeras veinticuatro
horas. Al parecer es muscular, tendré que vérmelas en Buenos Aires, pero por
ahora no hay yeso. Listo. Todo bien. El médico me hace caminar todo el Hospital
hasta una ventanita. Le doy la orden a un tipo ahí y me da gratis la
medicación.
Salimos de
la clínica, Guille y Aven están destruidos también, se tomaron varias botellas
de agua. Un taxi nos levanta pero dice que no sabe cómo ir. Nos deja en el
cruce de la comparsa. Les agradezco a los muchachos el acompañamiento. Entramos a la estación de trenes que está sobre la de
metro, y centenares de personas de diferentes comparsas se mueven disfrazados.
Es una película de Kusturica más fría, en donde el infierno es la alegría de
los demás comparada con la Nada. En
diez minutos estamos en el Hotel.
Agotados,
yo con el hielo del mini bar, tomando la pastilla, veo la hora y pienso que no
pasamos ni un día en Río de Janeiro. Le propongo a Aven buscar en google ver canal 2 online para ver El Programa de Fantino. Afuera el carnaval sigue rugiendo.